Según el viejo sistema taxonómico levantado por Linneo en 1735, el Imperium Naturae se divide en tres reinos: Animalia, Vegetabilia y Lapides (mineral). Aunque esa clasificación ha sido ampliada y reconsiderada en siglos posteriores, subsiste como división al uso. La combinación entre esos reinos se observa con distintos grados de complejidad en la evolución del género humano, hasta lograr un dominio completo de la explotación de las especies que crea lo que podríamos llamar un segundo imperio, el imperio antropocéntrico. Pero ese imperio partió desde el empleo de las formas más elementales: palos y rocas.
A partir del trabajo recolector que emplea los elementos hallados, objets trouvés, en las estepas del pasado, la especie humana evoluciona con lentitud. Erguidos entre especies vegetales y animales no domesticadas, nuestros ancestros disponen de una serie de elementos discretos que le sirven como material de supervivencia: rocas, arena, palos, piedras. En esos componentes duerme la posibilidad de refugios y habitáculos, de puentes y torres, de herramientas y utensilios, de armas de caza y cuchillos.
Esta relación con la materialidad circundante significa, por supuesto, el primer y último paso para levantar una cultura, es decir, para cultivar una forma de vida que sepa cómo responder a los apremios y necesidades que nos impone el medio: responder al medio con elementos del medio. La Edad de piedra, el período de tiempo más prolongado desde la aparición de los primeros homínidos sobre el planeta (equivalente a casi el 99% de la historia humana transcurrida), es definida por el uso de herramientas líticas. Por millones de años hemos profitado de la silenciosa presencia de las piedras para cazar, descuerar, guerrear y dominar, para construir y destruir, para levantar templos, palacios e iglesias: con ellas hemos conquistado el Imperium Naturae.
“A través de la fabricación de los instrumentos y su socialización emerge el comportamiento cultural. Las grandes adquisiciones del género ‘Homo’ no hubieran sido posibles sin la inteligencia operativa; en nuestra opinión, sin la retroalimentación que se produce entre cerebro y manos al confeccionar herramientas sería imposible imaginar como los homínidos humanos pudieron desarrollar otras adquisiciones como el lenguaje o el comportamiento simbólico complejo”, expresa Juan Luis Arsuaga y equipo de investigación de Atapuerca.
El regreso a la esencia poliédrica que plantea el proyecto de Patrick Steeger reconsidera nuestro acceso a lo concreto de las formas básicas. Recuperando la simpleza estética de los materiales, “Palos y rocas” ofrece un mirada previa a la mediatización de los elementos materiales por su explotación continuada. ¿Cómo volver a mirar una piedra como volumen y presencia?
“La muestra, como su nombre sugiere, presenta una obra aparentemente muy simple que, sin embargo, incorpora un sofisticado desarrollo técnico y una anomalía visual que nos hace cuestionar de inmediato la veracidad y el origen natural de las cosas”.
Por una parte, el trabajo apela a una relación experimental con las formas donde la profundidad y la superficie se combinan de manera dialéctica: el vacío de un espacio contiene mil formas posibles. Al volver al carácter mínimo que contiene otras morfologías, Patrick Steeger nos devuelve a la precariedad asombrosa de las formas. A través de pruebas realizadas con materiales tomados de distintos reinos, su Jardín japonés se distribuye como un montón de peñascos de palo. Confundir el mundo, mezclar especies, desarrollar relaciones morfológicas desconocidas. Ese gesto recupera la intriga desmontar nuestros gestos mecánicos y recupera el vigor de formas elementales que, como elementos de una gramática, permiten construir nuevos objetos, módulos que apelan a nuevas acepciones de funcionalidad. Una vuelta a la matriz, a la superficie y a la cavidad.
“Me atrae la imposibilidad de capturar o entender esta obra desde un campo simbólico racional y coherente. Su presencia silenciosa nos deja frente a un asombro y un componente poético visible en el acontecer espacial y material. Podríamos decir que la obra tiene su propia veracidad que obliga al espectador a leer desde su sabiduría”.
Cuando la alta tecnología, calibrada por aparatos electrónicos y comunicaciones virtuales se ha convertido en una segunda naturaleza humana, palos y piedras aparecen con una simpleza incomprensible. Por eso llegamos a mirar con sospecha esa ruda concentración de elementos del Imperio natural. La piedra, en silencio, soporta siglos y ha visto sucederse las distintas civilizaciones a través del tiempo. Cada piedra es un pedazo de montaña, es una seguridad simple que recupera su esencia trastocada por el trabajo con madera.
La superficie contiene la profundidad. Esta relación antagónica entre hueco y cáscara, entre vacío y contención adquiere una tensión absurda en la constelación de volúmenes que presenta Patrick Steeger en la sala principal. “Formalmente podrían asociarse con grandes rocas construidas a través de un delgada cáscara de madera contrachapada”. La solemnidad de una roca, su permanencia y solidez en el tiempo queda abiertamente fragilizada en la tenue presencia de estas formaciones poliédricas construidas con una fina carcasa de madera.
En una carta dirigida a André Bloc en 1958, el escultor y arquitecto vasco Jorge Oteiza, señalaba el impulso de su trabajo. “Este vacío llega a romper su relación con la materia formal hasta que queda independiente, aislado, inmóvil, espiritualmente habitable y definido estéticamente por una envoltura formal abierta, plana y callada.” Sus palabras ofrecen un paso hacia la intención de volver a la mirada pura sobre la relación de las formas que construyen un vacío. “Palos y piedras” replantea la relevancia del vacío en la construcción de un objeto cultural con funciones por definir, sólido y ligero; un objeto con la profundidad de la piel.
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